Cuando el Maestro Ithar alcanzó la sabiduría absoluta, sus discípulos esperaban una revelación trascendental. Durante décadas, había devorado libros, descifrado manuscritos prohibidos y aprendido todos los idiomas conocidos. Se decía que su mente contenía el conocimiento de toda la humanidad.
Un día, reunió a sus seguidores y habló:
—He alcanzado el fin del camino. He comprendido todo lo que hay por comprender.
Los discípulos se inclinaron con reverencia.
—Entonces, Maestro, dinos: ¿cuál es la verdad suprema?
Ithar los miró con ojos vacíos. Una sombra de desesperación cruzó su rostro.
—La verdad suprema… es que no sé nada.
El silencio cayó como una lápida. Algunos discípulos retrocedieron, horrorizados. Otros se sintieron traicionados.
—Pero si lo has aprendido todo… ¡Eso no tiene sentido!
Ithar cerró los ojos.
—Cuanto más he aprendido, más consciente soy de la vastedad de lo desconocido. Lo que creía saber se ha vuelto insignificante frente a lo que jamás podré comprender.
El Maestro Ithar se levantó lentamente y, sin decir más, abandonó el templo. Desapareció en el desierto, caminando sin rumbo, dejando atrás su biblioteca y sus seguidores. Nunca más se supo de él.
Esa noche, los discípulos discutieron con furia. Algunos creían que Ithar había alcanzado una forma superior de iluminación; otros, que había enloquecido. Pero ninguno pudo escapar de la semilla de duda que había sembrado en ellos.
Y así, en su búsqueda de la verdad absoluta, Ithar no encontró conocimiento… sino un abismo infinito de ignorancia.