En un pequeño café de Katmandú, dos almas se encontraron. Uno era un joven montañista, con ojos llenos de sueños y una mochila cargada de historias. El otro, un anciano chamán, con arrugas profundas y una sonrisa sabia.
El montañista habló de cumbres conquistadas, de picos inalcanzables y de la soledad en la altitud. El chamán escuchó con atención, su mirada perdida en las nebulosas del pasado.
“¿Qué es lo que buscas en la cima?”, preguntó el chamán.
“La grandeza”, respondió el montañista. “La gloria y la victoria”.
El chamán asintió. “Y yo, ¿qué encontraré en la cima de mi vida?”, murmuró para sí mismo.
Ambos compartieron un té caliente y se despidieron. El montañista siguió su camino hacia el Everest, mientras que el chamán regresó a su choza en las colinas.
Días después, el montañista alcanzó la cumbre. El viento aullaba, y la nieve cegaba sus ojos. Pero no había grandeza allí, solo un silencio abrumador.
El chamán, en su choza, encendió una vela y miró las estrellas. “La grandeza está en el corazón”, susurró. “En la conexión con otros seres humanos”.
Y así, sin saberlo, el montañista y el chamán construyeron un puente invisible entre dos mundos. Uno buscando la cima, el otro buscando el alma. Ambos encontraron lo que necesitaban, en la convergencia de sus valores y en la divergencia de sus caminos.