La ciudad resplandecía bajo un cielo sin nubes, pero nadie miraba hacia arriba. Sabían que, en algún lugar, muy por encima de ellos, el Ojo Absoluto observaba.
Al principio, fue solo un rumor. Un satélite con visión milimétrica, capaz de reconocer rostros desde la órbita. Luego llegaron las pruebas: imágenes filtradas de individuos en sus casas, en parques, en las sombras de callejones donde creían estar ocultos. Entonces, la paranoia se extendió como un incendio.
La gente dejó de susurrar secretos en la calle, temiendo que sus labios fueran leídos desde el cielo. Las miradas se tornaron vacilantes, los gestos medidos. En los tribunales, los juicios se volvieron innecesarios; una simple imagen bastaba como prueba irrefutable. El crimen desapareció, pero con él también lo hizo la espontaneidad.
Los artistas dejaron de pintar libremente, temerosos de que sus obras fueran malinterpretadas. Los amantes ya no se encontraban en rincones oscuros, sino que se limitaban a enviarse cartas cifradas. Nadie sabía quién controlaba el Ojo, pero todos actuaban como si cada movimiento estuviera siendo evaluado.
Un día, una joven llamada Elena decidió desafiarlo. Salió al centro de la ciudad, alzó la vista y le sonrió al cielo. No había cometido ningún crimen, no tenía nada que ocultar. Pero en el instante en que mostró su desafío, su rostro apareció en todas las pantallas de la metrópoli.
"¿Qué tiene que esconder quien desafía la vigilancia?"
La pregunta se repetía en miles de voces automatizadas. Sus amigos se alejaron, sus vecinos cerraron sus puertas. No hizo falta que nadie la arrestara; la mirada de todos era suficiente para encerrarla en un exilio invisible.
Con el tiempo, nadie volvió a desafiar al Ojo. Pero tampoco volvió a haber risas, ni sorpresas, ni vida real. La ciudad se convirtió en un teatro donde todos actuaban para un espectador invisible. Y así, la humanidad, en su anhelo de seguridad, se extinguió sin que nadie la matara.