El ojo que todo lo ve

Las pantallas en la sala de control parpadeaban con imágenes de satélites en tiempo real. Líneas rojas y coordenadas destellaban sobre la superficie de la Tierra, mostrando un patrón inquietante: una concentración de bombarderos en una región donde no deberían estar.

El analista principal, Kovalev, frunció el ceño. Hacía semanas que el algoritmo predecía movimientos de flotas, despliegues estratégicos y posibles ataques. Se había alimentado con datos históricos, variables meteorológicas y hasta registros de discursos políticos. La inteligencia artificial, diseñada para prever el futuro, había anticipado con precisión cada paso… hasta ahora.

—Esto no tiene sentido —murmuró Kovalev—. Según todos los cálculos, deberían estar en el flanco occidental, no aquí.


Los demás en la sala intercambiaron miradas. Era imposible. Si la máquina no había previsto esto, significaba que la realidad estaba desviándose del modelo.

—¿Podría ser un error en los datos? —preguntó un joven oficial.

Kovalev negó con la cabeza. Los datos eran perfectos. El problema era más profundo: el enemigo sabía que estaban siendo observados y había tomado decisiones precisamente para ser impredecible. Habían roto el patrón, destruyendo la ilusión de control que la inteligencia artificial les había dado.

La paradoja era evidente. Cuanto más perfeccionaban su capacidad de predicción, más impredecible se volvía el mundo. Cada intento de anticipar el futuro cambiaba el futuro mismo.

El general entró en la sala con el rostro tenso.

—¿Qué tenemos?

Kovalev tomó aire antes de responder.

—Nada, señor. Nada que podamos predecir.

En la pantalla, los bombarderos seguían allí, desafiando toda lógica. Habían creado un sistema para ver el futuro, y en el proceso, lo habían hecho invisible.