El Pabellón 17 era el más silencioso del Instituto. A diferencia de las otras salas de investigación, donde los científicos analizaban datos y simulaciones, en el Pabellón 17 reinaba un extraño aire de serenidad. Sus ocupantes eran selectos: economistas, políticos, filósofos y futurólogos que habían alcanzado un mismo consenso inquebrantable.
—No hay nada que temer si no lo miramos —solía decir el
director del pabellón, el doctor Salvatierra, mientras servía té a sus colegas
en reuniones tranquilizadoras.
El propósito del Pabellón 17 era claro: evitar el pánico
social filtrando cualquier predicción catastrófica. Se había descubierto que la
mente humana no podía soportar ciertas verdades sin entrar en caos, y su labor
era protegerla. Así, cualquier dato alarmante sobre el clima, la economía o los
conflictos futuros era archivado en la Cámara de Contención. Era una bóveda
oscura, sin ventanas ni conexión con el mundo exterior.
Los informes llegaban a diario. Un algoritmo analizaba
tendencias globales y predecía escenarios con aterradora precisión. Cada
mañana, el doctor Salvatierra recibía un sobre lacrado con un resumen de las
conclusiones. Nunca las leía. En su lugar, abría un cajón y lo depositaba junto
a los demás sobres intactos. Luego, respiraba hondo y sonreía.
—Otro día en calma —susurraba.
Afuera, la sociedad prosperaba en su ignorancia. Sin
noticias alarmantes, la gente vivía sin miedo. Las crisis económicas llegaban
sin previo aviso, las catástrofes naturales sorprendían sin alertas, y las
guerras estallaban como tormentas inesperadas.
Un día, una joven investigadora, la doctora Lira, irrumpió
en la oficina de Salvatierra con el último informe en la mano.
—Esto es grave —dijo con la voz temblorosa—. No podemos
ignorarlo más.
Él la miró con paciencia, como a un niño asustado.
—Lira, el miedo es más destructivo que la crisis misma. Si
la gente sabe, entrará en pánico. Si entra en pánico, la crisis se acelera. ¿No
es mejor vivir sin ese peso?
—¿Y si conociéndolo pudiéramos evitarlo? —replicó ella.
Salvatierra suspiró y tomó el informe. Lo sostuvo unos
segundos, mirándolo con el desprecio de quien observa un veneno. Finalmente, lo
arrojó al cajón sin abrirlo.
—El conocimiento puede ser una carga insoportable. Es mejor
que no sepamos.
Esa noche, la tormenta llegó sin previo aviso.