El peso de la memoria

En una ciudad donde el tiempo parecía avanzar con pereza, dos hombres de fama peculiar se convirtieron en objeto de fascinación y debate. Uno de ellos era Ireneo Funes, el memorioso. Su prodigiosa capacidad para recordar cada detalle de su vida, cada hoja caída, cada palabra escuchada, lo había hecho célebre, pero también prisionero de su propio don. El otro era Neyru Zambua, un viajero proveniente de una tribu remota conocida por su veneración hacia la memoria como clave del progreso y la humanidad.

Neyru había llegado a la ciudad atraído por los rumores sobre Funes. Su pueblo creía que la memoria era el mayor tesoro del ser humano, y la existencia de alguien que no olvidaba absolutamente nada parecía una confirmación absoluta de sus creencias. Decidió buscar a Funes para aprender de él.

Cuando finalmente se encontraron, Neyru quedó sorprendido. Funes no era el hombre grandioso que había imaginado, sino alguien consumido por la inmensidad de su mente. Vivía recluido en una habitación oscura, rodeado de cuadernos que nunca necesitaba consultar, pues todo estaba grabado en su memoria.

—¿Qué buscas, extranjero? —preguntó Funes con voz cansada.

—Quiero comprender el verdadero poder de la memoria. En mi pueblo creemos que es nuestra mayor riqueza, lo que nos diferencia de las bestias. Tú, que recuerdas todo, debes ser el hombre más sabio del mundo.

Funes soltó una risa amarga.

—¿Sabio? ¡No, amigo mío! Soy el más desafortunado de los hombres. Mi memoria no es un tesoro; es una carga. No puedo olvidar nada, ni siquiera lo trivial. Cada hoja caída, cada palabra dicha, cada instante vivido, todo permanece. No tengo tiempo para pensar, para reflexionar. Estoy atrapado en un laberinto infinito de detalles que no me permiten avanzar.

Neyru se quedó en silencio, confundido. ¿Cómo podía alguien considerar una maldición aquello que su pueblo veneraba?

Funes continuó:

—La memoria, cuando no se filtra, no es un puente hacia el futuro, sino un ancla al pasado. Tú dices que la memoria te permite progresar. Pero dime, ¿no es gracias al olvido que puedes seleccionar lo importante, aprender de los errores y dejar atrás lo innecesario? Yo no tengo ese privilegio. Recuerdo incluso mis equivocaciones con la misma claridad que mis aciertos, y eso me paraliza.

Neyru pensó en su pueblo, en los Karoot que olvidaban todo cada noche, y en cómo los Zambua habían construido su progreso gracias a los recuerdos acumulados. Pero ahora veía algo nuevo: la clave no era solo recordar, sino saber qué recordar y qué olvidar.

—En mi pueblo decimos que la memoria es el tesoro del hombre, pero quizás el olvido sea su herramienta secreta —reflexionó Neyru—. Mi gente recuerda los errores para no repetirlos, pero también sabe dejarlos atrás. Tú, Funes, tienes un don extraordinario, pero quizás te falta lo que nosotros damos por sentado: el arte de olvidar.

Funes lo miró con ojos tristes.

—Tal vez tengas razón, viajero. Pero dime, ¿cómo aprender a olvidar cuando no puedes dejar de recordar?

Neyru no supo qué responder. Aquel encuentro lo había transformado. Comprendió que ni el olvido total de los Karoot ni la memoria infinita de Funes eran ideales. La verdadera grandeza del ser humano radicaba en el equilibrio: recordar lo necesario para avanzar y olvidar lo que pesaba demasiado para cargar.

Al regresar a su pueblo, Neyru contó la historia de Funes como una advertencia y una lección. Los ancianos comenzaron a enseñar no solo a recordar, sino también a valorar el olvido como una virtud. "La memoria es un tesoro", decían, "pero el olvido es la llave que abre su cofre".

Y así, el legado de Neyru y su encuentro con Funes quedó grabado en las piedras de los Zambua, para que nunca olvidaran que la memoria, para ser una bendición, debía ser equilibrada con el olvido.