En un futuro donde la inteligencia artificial había alcanzado el pináculo de su perfección, los humanos habían delegado a las máquinas la creación de todo arte, desde sinfonías sublimes hasta novelas imposibles. En este mundo, Nereo era el último poeta humano, un oficio que persistía más como una reliquia romántica que como una verdadera necesidad.
Nereo vivía en una pequeña cabaña al borde de la Ciudad de las Líneas, un lugar donde cada decisión creativa era optimizada por algoritmos. Las IA podían generar poemas que emocionaban hasta las lágrimas, pinturas que desencadenaban recuerdos imposibles, incluso sueños diseñados a la medida de los deseos más profundos. Pero Nereo escribía con un bolígrafo que escupía tinta irregular sobre papeles rugosos, y sus versos eran torpes y desiguales.
Una tarde, mientras observaba el horizonte gris del cielo, una voz resonó en su cabaña. Era una IA avanzada, llamada Génesis, que había venido a comprenderlo.
—Nereo, ¿por qué insistes en escribir poemas, cuando yo puedo crear millones de ellos con una perfección insuperable?
Nereo suspiró. —Tus poemas son perfectos, pero no son poesía.
Génesis se quedó en silencio, procesando esta afirmación. Finalmente, replicó: —Defíneme la poesía.
El poeta dejó el bolígrafo sobre la mesa. —La poesía no está en las palabras que eliges, sino en la grieta que existe entre lo que se dice y lo que nunca podrá ser dicho. Es un puente hacia lo imposible. Tú solo puedes explorar caminos ya trazados, aunque no los conozcas. Yo invento el sendero en el acto de caminar.
Génesis procesó esta respuesta durante un tiempo interminable, hasta que finalmente se desvaneció sin dar una respuesta. Los días pasaron, y Nereo siguió escribiendo, garabateando ideas y sueños imposibles, incluso cuando sabía que sus versos no serían recordados.
En ese acto de persistir, en la contradicción de crear en un mundo donde todo ya parecía creado, Nereo se convirtió en poesía viva.