El reino de la posverdad

En un pequeño reino perdido entre las montañas, los habitantes vivían en paz. Durante siglos, habían confiado en los sabios del pueblo, quienes basaban sus decisiones en hechos. Cada ley, cada juicio, cada enseñanza, se anclaba en la verdad objetiva que todos respetaban. Pero un día, algo cambió.

Llegó al reino un viajero, un hombre carismático que, en lugar de hablar de hechos, hablaba al corazón de las personas. Les contaba historias que les hacían reír, llorar, y sobre todo, les hacían sentir importantes. Era un maestro de la palabra, un encantador de oídos. Aquel hombre tenía una magia que no provenía de los libros ni del conocimiento, sino de la emoción pura. Con él, los habitantes empezaron a dejar de escuchar a los sabios.

"¿Por qué seguir escuchando los fríos hechos?", preguntaba el viajero, "cuando lo que importa es cómo te hace sentir la historia. Si sientes que es verdad, entonces es verdad para ti".

Al principio, los sabios trataron de advertir a la gente. Mostraban pruebas, datos, y razonaban cada una de sus decisiones. Pero, por primera vez, los ciudadanos no querían escuchar. El viajero había plantado la semilla de la duda. “¿Quién necesita la verdad si duele? ¿Si es incómoda? ¿Si no te deja dormir por las noches?”, insistía él.

Así, las palabras del viajero comenzaron a sembrar un nuevo orden. Los juicios ya no se basaban en pruebas, sino en quién podía contar la mejor historia. Las leyes se creaban según las creencias de la mayoría, no según lo que realmente sucedía. Las decisiones políticas se tomaban no en base a los hechos, sino en cómo se sentían los líderes respecto a la situación. Los números, las mediciones, los estudios, ya no importaban; lo que valía era lo que se sentía como "correcto".

Con el tiempo, la verdad en el reino dejó de importar. La gente construyó sus vidas sobre ilusiones cómodas, sobre narrativas que les protegían del dolor de la realidad. Los sabios fueron desapareciendo, sus libros quedaron cubiertos de polvo, y nadie los echó de menos.

El reino, sumergido en la posverdad, parecía un lugar feliz, pero no tardó en sufrir las consecuencias. Las cosechas fallaron porque nadie quiso creer las advertencias de los agricultores, basadas en el clima real. Las enfermedades se extendieron porque las creencias en remedios mágicos vencieron a la medicina. Las disputas entre vecinos se intensificaron porque ya no existía un acuerdo común sobre qué era cierto y qué no.

Una mañana, cuando el reino estaba al borde del colapso, el viajero desapareció. Nadie volvió a verle jamás. Y, mientras el caos se desataba, los habitantes finalmente entendieron que, sin verdad, no había suelo firme sobre el cual construir el futuro.

Pero para entonces, ya era demasiado tarde.