Las ruinas se extendían hasta donde la vista podía alcanzar. Un laberinto de estructuras quebradas yermos de cenizas. El cielo, cubierto por un velo de nubes perpetuas, proyectaba una penumbra mortecina sobre los restos de lo que alguna vez fue una ciudad. En el centro de esta devastación, un hombre caminaba con paso vacilante, dejando tras de sí un rastro de huellas en la ceniza. Se llamaba Elías, y llevaba consigo un libro viejo y una brújula que nunca marcaba el norte.
Las páginas del libro contenían fragmentos de un saber olvidado, garabatos de filósofos y científicos que intentaron descifrar la estructura última de la realidad antes de que el mundo colapsara. Algunos textos hablaban de la existencia de una respuesta, una verdad absoluta oculta en algún rincón de lo que quedaba de la civilización. Pero había una advertencia recurrente: “El propósito es la búsqueda, no el hallazgo.”
Elías había seguido esa pista durante años, atravesando paisajes torturados por el tiempo y la desolación. Había visto los rostros de los desesperados, hombres y mujeres consumidos por la locura al creer que la verdad les aguardaba tras la siguiente colina. Sin embargo, quienes afirmaban haberla encontrado terminaban convirtiéndose en estatuas de sal o sombras sin forma, atrapadas entre los límites de la existencia.
En su camino encontró a una mujer llamada Íride. Sus ojos eran dos estrellas apagadas, y su voz, un eco de antiguas plegarias. Ella también buscaba la verdad, pero a diferencia de Elías, no temía lo que vendría después. “No es el destino lo que nos destruye,” le dijo una noche, mientras miraban la luna rota, “es el anhelo de poseerlo.”
Finalmente, después de una travesía que devoró lo que quedaba de su cordura, Elías llegó al umbral de lo innombrable. Un horizonte de vacío absoluto se extendía ante él. Íride se adelantó y lo cruzó sin dudar. Elías, temblando, la vio desvanecerse en la nada. Solo quedó su voz, murmurando la misma advertencia que siempre había leído. Pero esta vez comprendió su significado: lo absoluto no puede pertenecer a los mortales sin consumirlos por completo.
Elías dio un paso atrás, dejando que el abismo permaneciera incólume. Se giró y emprendió el camino de regreso, no con la desesperanza del que renuncia, sino con la serenidad del que entiende. No había final en su viaje, porque el propósito nunca fue alcanzarlo, sino seguir avanzando.
A lo lejos, un nuevo sendero emergía entre las ruinas, invitándolo a continuar. Su brújula seguía sin marcar el norte, pero por primera vez en mucho tiempo, no le importó.