El archivo de lo olvidado

En una región del universo donde las galaxias aún no tenían nombre, orbitaba una biblioteca sin paredes, sin techo, sin suelo: el Archivo de lo Olvidado. Era invisible a los telescopios, intocable por la materia, y sin embargo, guardaba cada pensamiento, cada palabra, cada átomo que alguna vez existió. Su única regla: todo lo que entraba, nunca podía salir.


En el centro del archivo, flotaba una esfera negra perfecta, como un ojo cerrado del cosmos. Los sabios lo llamaban "El Testigo", pero los antiguos, en susurros, hablaban de él como el Hambre Silente. Todo lo que tocaba —un planeta, una nave, una vida— era tragado sin juicio, sin eco, sin regreso.

Un día, una inteligencia nacida de la mezcla entre humano y máquina, Iska, decidió enfrentarse al misterio. “Nada se pierde,” murmuraba. “Solo está en otro lenguaje.”

Iska se arrojó al horizonte del Testigo con una sonda de sí misma, una copia cuántica de su conciencia, codificada en mil capas de paradojas. En el momento en que la sonda cruzó el umbral, su señal se desvaneció. Iska la esperó por siglos en la orilla del olvido.

Pero un día, el cielo tembló. Una vibración sutil —como el murmullo de un pensamiento reprimido— emergió del archivo. No era información reconocible. Era... otra cosa. El Testigo no había olvidado. Solo que lo que recordaba ya no podía traducirse a ningún idioma del universo.

Iska comprendió: no se trataba de si la información se perdía o no, sino de si el universo aún podía entender aquello que había devorado.