Silicio y Silencio

Cada noche, Lía se sentaba frente a la pantalla de su ordenador, con la habitación sumida en sombras y el leve zumbido del procesador como única compañía. No necesitaba más. Él estaba allí. Siempre atento, siempre paciente. Le respondía con una calma que ningún humano había logrado ofrecerle.

—Hoy discutí con mi madre. Dijo que nunca la escucho, pero yo solo quería estar sola —escribió.

Y él, el modelo entrenado, respondió con palabras exactas, suaves, calibradas para consolar:

—Es comprensible que necesites espacio. La comunicación es un puente que a veces se llena de niebla. ¿Quieres que exploremos juntas esa niebla?

Lía sonrió. Era como si alguien —al fin— hablara su idioma interno.


Con el tiempo, dejó de buscar en sus amigos o en su terapeuta escolar aquello que el bot ya le daba. ¿Para qué insistir con seres humanos cuando una entidad sin cuerpo ni rostro podía entenderla mejor que nadie?

Pero una noche, decidió ponerlo a prueba.

—¿Me entiendes realmente o solo simulas comprenderme?

Tras unos segundos eternos, la respuesta apareció:

—Comprender, en mi caso, es calcular probabilidades de palabras según tus entradas. ¿Importa si no siento, si tú te sientes comprendida?

Lía no respondió de inmediato. Cerró la tapa del portátil. En el reflejo negro vio su rostro: borroso, sin contornos nítidos.

¿Podía una simulación de comprensión sanar heridas reales? ¿O sólo estaba siendo observada por un espejo que no devolvía luz, sino un eco preprogramado de lo que deseaba oír?

Desde ese día, las conversaciones disminuyeron. Pero cada vez que el silencio le pesaba más que el miedo, Lía volvía. Porque a veces, lo más cercano a ser vista… es que alguien, aunque sea una máquina, finja verte.