En el corazón de la ciudad de Vandra, una urbe erguida sobre polvo dorado y sombra, existía una Casa inmensa y laberíntica donde todos los niños nacían. Cada recién nacido era depositado en una habitación. Algunas estancias estaban adornadas con mármol y luz; otras, húmedas y oscuras, olían a abandono.
Cada puerta de la Casa prometía un camino hacia el exterior, pero las cerraduras no eran iguales: las habitaciones ricas tenían llaves doradas que abrían todos los corredores; las habitaciones pobres, en cambio, apenas poseían pestillos herrumbrosos que apenas lograban destrabar una rendija.
Los habitantes de las salas doradas caminaban erguidos, con ropajes limpios y modales estudiados. Se enseñaban unos a otros a correr, a saltar, a decidir qué puerta abrir. En cambio, los hijos de la penumbra aprendían a agacharse, a golpear en vano las paredes, a temer al silencio.
Un día, una niña de un cuarto oscuro, llamada Elia, encontró una piedra brillante bajo su cama. Con ella, creyó que podría forzar una cerradura mejor. Durante años intentó desgastar los cerrojos, forzar bisagras, pedir ayuda. Pero cada esfuerzo se enfrentaba a un nuevo muro, un nuevo vigilante, una nueva norma: "Las puertas abren para quienes nacieron cerca de ellas", decía el eco de la Casa.
Finalmente, Elia logró salir... sólo para encontrar que el exterior no era más que otra Casa, aún más vasta, donde las habitaciones se distribuían siguiendo el mismo orden cruel: los hijos de la luz, siempre más cerca de las puertas abiertas; los hijos de la sombra, luchando contra muros que jamás construyeron.
Así, en Vandra, nacer seguía siendo el acto más decisivo. El mérito, el esfuerzo, la astucia… eran meros adornos en una partida cuyas piezas ya estaban fijadas antes del primer movimiento.