El archivo infinito

En el corazón de la ciudad suspendida, flotando entre nubes espesas, existía el Archivo. Era una estructura de cristal vivo que crecía cada día, alimentándose de los susurros, los sueños y los datos que la humanidad producía. Los Archiveros, una casta de sabios, tenían la misión de clasificar cada fragmento de conocimiento para reducir la incertidumbre que sumía al mundo en la oscuridad.


Cada descubrimiento nuevo era celebrado como una victoria: una plaga vencida, una estrella nombrada, un código descifrado. Sin embargo, con cada secreto revelado, el Archivo no menguaba: se expandía, replicaba corredores enteros, creaba pasajes donde antes sólo había puertas cerradas.

—¿Por qué no terminamos nunca? —preguntó el joven aprendiz Lys al Maestro Eterion, mientras registraban la milésima variación de una molécula de agua.

Eterion, cuya barba arrastraba conocimientos olvidados, sonrió amargamente.

—Porque cada certeza descubierta engendra diez nuevas incertidumbres. Creímos que al conocer, dominaríamos. Pero la verdad es que cuanto más sabemos, más vasto y oscuro se vuelve el territorio de lo desconocido.

Una noche, impulsado por la desesperación, Lys decidió destruir una sección del Archivo. Quemó libros, borró datos, soltó virus de olvido. Por un instante, el edificio tembló… y luego se encogió.

El mundo, sin esos fragmentos, parecía más simple, menos abrumador.

Pero algo terrible ocurrió: la gente empezó a actuar erráticamente. Sin mapas de lo que ignoraban, inventaban respuestas falsas, creaban mitologías absurdas, entraban en guerras sin sentido.

Lys entendió entonces: la información no era simplemente un faro que iluminaba el camino. Era la propia brújula que indicaba la vastedad de la noche.

Sin ella, el abismo era total.

Y así, con lágrimas, reconstruyó el primer libro perdido: "Sabemos que no sabemos".