El último grano

En la Ciudad de las Arenas, nadie sabía cuándo había empezado el polvo a gobernarlo todo. Cada mañana, los barrenderos arrastraban sus escobas por calles interminables, y cada tarde el viento devolvía millones de partículas a su lugar original. Era imposible saber cuál fue el primer grano que desató la rebelión de la arena, ni cuál sería el último en rendirse.

Entre ellos, vivía Othan, el Guardián del Umbral. Su deber era simple: vigilar la puerta de la gran Torre de Sal, donde los sabios afirmaban que se custodiaba el "Secreto del Cambio". Othan pasaba sus días observando, contando los montones de arena que se formaban junto al portal. Primero un puñado, luego dos. Luego cien. Cada vez que parpadeaba, parecía que el paisaje había mutado sutilmente. ¿Cuándo, exactamente, una docena de granos se convertía en una duna? ¿En qué instante un acto repetido sin reflexión, como mover el pie, pasaba a ser un hábito imposible de deshacer?


Una noche, cuando la luna se alzaba azul sobre los escombros, una niña de ojos grises se acercó al Guardián.

—¿Cuándo la arena dejó de ser solo polvo? —preguntó.

Othan, viejo y cansado, no supo responder. Había sido ayer, o tal vez hace cien años. ¿Y su vigilancia? ¿Cuándo su vigilia dejó de ser un deber consciente y se volvió un gesto mecánico, como respirar, como olvidar?

La niña sonrió tristemente y dejó caer un solo grano de sal sobre la tierra. De inmediato, como obedeciendo una orden ancestral, el portal de la Torre se abrió. El Secreto del Cambio era simple: nada cambia de golpe, y sin embargo, todo cambia.

Cada acto frecuente, cada acción reciente, cada grano sumado sin que nadie preste atención, transforma el mundo.

Pero nadie puede señalar el momento exacto en que sucede.