La taza rota

Todas las mañanas, sin excepción, Marcos se preparaba un café y se sentaba en silencio junto a la ventana. No era un ritual consciente ni mucho menos sagrado. Simplemente, era lo que hacía. Y siempre con la misma taza: una de cerámica blanca con el borde ligeramente desgastado y una pequeña línea azul que recorría su contorno como un susurro.

Esa taza había sobrevivido mudanzas, discusiones, lluvias de invierno, llamadas sin respuesta. Era, sin saberlo, lo único que no había cambiado con el tiempo.

Hasta que un día, al colocarla en el fregadero, se le resbaló. El golpe no fue estrepitoso, pero sí definitivo: una grieta la partió en dos. Por reflejo, se agachó a recoger los pedazos. Su primer impulso fue tirarlos. Pero algo lo detuvo. Los sostuvo unos segundos, sintiendo el borde áspero donde antes había suavidad, y luego los dejó sobre la encimera.

Durante días, la taza rota permaneció ahí, como una pausa sin cerrar. En su lugar, usó otras, pero ninguna encajaba del todo. El café sabía igual, pero él no.

Una noche, sin saber bien por qué, sacó un pequeño frasco de pegamento y un pincel fino. Sentado en la mesa, unió los fragmentos con cuidado. No quedó perfecta: la grieta era visible, como una cicatriz. Pero al sostenerla entre las manos, sintió algo más firme que antes. Algo verdadero.

Volvió a usarla cada mañana. No como antes, sino como ahora. Y mientras bebía en silencio, entendió que no todo lo roto necesita ser reemplazado. Que hay objetos, personas, momentos, que deben ser reparados, no porque vuelvan a ser los de antes, sino porque su herida es también parte de su historia.

Y desde entonces, cada vez que alguien le hablaba de pérdidas o rupturas, él no decía nada. Solo ofrecía café, en su taza rota.