El jardín de las almas solas

En una ciudad donde las emociones eran cuantificables, cada ciudadano llevaba en su pecho un medidor de felicidad. Aquel que alcanzara el 100%, ganaba el derecho a vivir en la Zona Clara: un lugar sin dolor, sin incertidumbre, sin soledad.

Eloísa, una ingeniera emocional, dedicó su vida a alcanzar ese umbral. Se despertaba a las cinco de la mañana para meditar, comía solo alimentos con alta densidad dopamínica, evitaba relaciones tóxicas y repetía mantras de gratitud frente al espejo. Pero su medidor nunca pasaba del 74%.

Desesperada, se inscribió en el programa estatal “Hijos Prestados”: cuidaría a un niño sin hogar por 40 días. Lo hizo sin amor, como un experimento. El pequeño, de nombre Leandro, era curioso, impredecible, y a veces la interrumpía cuando meditaba.

Una noche, él le pidió que lo acompañara a plantar un árbol en un terreno baldío. No entendía por qué, pero lo hizo. Cada día fueron sumando uno más. Árbol tras árbol, sus conversaciones crecieron, las risas también. Él le contaba historias sin sentido; ella, poco a poco, dejó de medir su felicidad.


El día 40 llegó, y Leandro fue reubicado. Al despedirse, le dijo: “Gracias por sembrarme”. Solo entonces, Eloísa miró su medidor: marcaba 100%.

Pero no quiso ir a la Zona Clara.

Prefirió quedarse en el baldío, donde otros niños llegaron con brotes en los bolsillos. El jardín crecía. Y en cada raíz, Eloísa descubría una verdad: la felicidad propia, como las sombras, nace solo cuando hay luz para otro.