En el centro de la ciudad olvidada, donde las agujas del reloj no marcaban horas sino círculos sin fin, vivía Alén, un restaurador de memorias. Su oficio era peculiar: extraía fragmentos del pasado de objetos rotos y devolvía sus historias a quienes las habían perdido.
Un día, una anciana le entregó un reloj de arena detenido, sin un solo grano que cayera.
—Este reloj no mide el tiempo —dijo—, mide el alma.
Intrigado, Alén lo llevó a su taller. Allí, al colocarlo sobre la mesa, el silencio cambió. No era un silencio vacío, sino uno tan denso que parecía tener peso. Alén giró el reloj… y el mundo giró con él.
Se encontró en un jardín inmóvil, donde las hojas no caían, el viento no soplaba, y ni los insectos se atrevían a moverse. Un cartel colgaba de una reja de hierro oxidado: "Aquí no pasa el tiempo. Tú pasas por él."
Alén caminó por senderos detenidos, cruzó estanques en calma y saludó a personas congeladas en gestos eternos: una mujer con la mano en alto, un niño a punto de lanzar una piedra, un anciano con los ojos entrecerrados, como si viera algo que no debía ser visto.
Entonces comprendió: el tiempo no era una corriente que lo arrastraba, era un paisaje inmenso e inmóvil que él atravesaba. Cada paso no era un segundo que pasaba, sino un instante que él tocaba.
Avanzó por el jardín durante días, o quizás segundos. Cada paso lo hacía envejecer, no porque el tiempo pasara, sino porque él se desgastaba al atravesarlo. Cuando llegó al centro del jardín, encontró una estatua de sí mismo, joven y sonriente, con el reloj de arena en la mano.
Y entendió.
Él mismo había cruzado este lugar antes. Cada vez que lo olvidaba, volvía a comenzar. El jardín era eterno, pero él no.
Regresó a su taller, el reloj de arena intacto, el mismo grano suspendido en el aire. Miró su reflejo envejecido y susurró:
—El tiempo no pasa… yo paso por él.