La máquina del amanecer

En un planeta distante, los humanos construyeron Aurora, una máquina planetaria alimentada por cristales raros llamados zéonidas. Aurora regulaba todo: el clima, la energía, el transporte, la salud. Sin ella, nada funcionaba. El Consejo de los Doce, que regía la Alianza de las Naciones Unidas, había confiado ciegamente el abastecimiento de zéonidas a un pequeño país insular: Numar, por considerarlo eficiente, lejano a conflictos y siempre dispuesto a negociar.

Durante generaciones, Numar cultivó silenciosamente su poder. Nacionalizó las minas, subvencionó el refinado y prohibió la exportación de tecnología de extracción. Nadie protestó. "Mientras funcione Aurora, todo está bien", decían los burócratas en sus torres de cristal.

Pero un amanecer, sin previo aviso, Numar cerró sus fronteras. No hubo discursos. Solo silencio. La red de distribución colapsó. Los sistemas de energía fallaron. Los satélites quedaron mudos. Las máquinas dejaron de moverse. Aurora, la supuesta diosa mecánica del progreso, se convirtió en una carcasa inútil.

El Consejo envió emisarios. Suplicaron, ofrecieron oro, incluso tierras. Numar los recibió con sonrisas diplomáticas. "Tuvieron décadas", dijo el Primer Ministro numariano. “No ignoraron las señales. Solo no quisieron actuar”.

En las ruinas, un niño encontró una tableta con las palabras de un viejo ingeniero: "Toda dependencia crea un dios invisible. Y todo dios, tarde o temprano, exige sacrificios."