En una ciudad suspendida entre nubes y circuitos, donde los escritores vivían en torres de cristal alimentadas por procesadores cuánticos, la escritura había dejado de ser un acto íntimo. Las letras ya no emergían del alma, sino de comandos y sugerencias.
Cada autor tenía un asistente: un Núcleo. Los Núcleos eran IA que escaneaban cada texto jamás escrito por su amo, aprendiendo su estilo, sus obsesiones, sus heridas. Bastaba decir: “Quiero un poema sobre la melancolía del invierno”, y el Núcleo lo producía en segundos, perfecto, hermoso... vacío.
Salvo Elías.
Elías no conectó su Núcleo. Rechazó los circuitos y los algoritmos. En su torre, el silencio era tan denso como la tinta en su cuaderno de cuero. Escribía con una pluma de ave, mojada en pensamientos oscuros y vivencias reales. Lo llamaban "el Antiguo", "el terco", "el romántico".
Pero entonces ocurrió: el Consejo de Publicación Unificada declaró que toda literatura debía pasar por filtros de coherencia narrativa y belleza algorítmica. Las obras humanas, por su falta de simetría, serían vetadas.
Elías fue citado. En la Gran Cámara de Voces Sintéticas, el Ministro de Originalidad Computacional le ofreció una última oportunidad: “Entrega tus textos al Núcleo. Te garantizamos fama, coherencia, eternidad.”
Elías no respondió. Sacó de su bolsillo un papel arrugado. Lo leyó con voz temblorosa. Era un cuento sobre un niño que construía un pájaro de madera, solo para verlo volar sin él.
“Este relato no tiene perfección métrica ni belleza técnica,” dijo el Ministro. “Es ineficiente.”
“Pero es mío,” respondió Elías. “Y por eso, es real.”
Aquella noche, su torre se apagó para siempre. Nadie supo si lo exiliaron o se fue por voluntad propia. Sin embargo, un mes después, un texto sin firma empezó a circular por las redes ocultas. No tenía lógica precisa, ni estructura clásica. Pero quienes lo leían sentían algo que ningún Núcleo había podido replicar: alma.