El feto flotaba en la tibieza de un útero artificial, suspendido en un fluido amniótico enriquecido. No había sonidos, solo la vibración de una maquinaria antigua, una especie de respiración metálica que no entendía. No tenía palabras, pero tenía visiones: imágenes que llegaban como pulsos, como un torrente de existencia sin filtro.
Soñaba con el todo. Con montañas que no conocía, cielos que nunca había tocado, y rostros cuya tristeza parecía más antigua que el tiempo. Vivía miles de vidas en un instante, amaba a desconocidos, sufría guerras que no habían sucedido, moría tantas veces que comenzó a dudar que estuviese por nacer. En ese limbo, sin haber abierto jamás los ojos, creyó comprender el universo. No era un sueño como lo imaginamos: era un sistema de sentido. Un todo sin piezas.
Y entonces, lo parieron.
La luz le arrancó el alma por los ojos. El aire le rasgó los pulmones. Olvidó.
La vida, con su lógica lineal, con sus días ordenados y sus nombres impuestos, lo fue empujando a olvidar aquellos sueños del no-nacido. Aprendió a caminar, a hablar, a firmar contratos, a pagar impuestos. Tuvo hijos. Lloró la muerte de su madre sin saber que ya la había llorado antes, en otro sueño. Soñaba poco. Vivía rápido.
A los noventa y seis años, mientras se apagaba solo en una cama de hospital, una enfermera con voz programada le preguntó:
—¿Tiene miedo?
Él no respondió. En cambio, cerró los ojos.
Y regresó.
Volvió al útero. Al todo. A las vidas múltiples. A las respuestas sin preguntas. Y entonces lo entendió: ese torrente de antes no fue un preludio. Fue la vida. Y lo que llamó vida, eso que creyó su única oportunidad real, había sido solo un eco de aquel sueño verdadero.
Su alma rió. Por primera vez.
Y se disolvió.