En una ciudad sin nombre, donde los algoritmos dictaban el ritmo del tráfico y las cámaras conocían más rostros que madres, un grupo de adolescentes había aprendido a hablar en un idioma olvidado: el código.
No era un idioma que enseñaran en el colegio, ni uno que sus padres entendieran. Era un lenguaje con teclas en vez de palabras, con virus en vez de versos. Lo llamaban la lengua de la grieta, porque con ella podían romper el velo del mundo.
Kora tenía dieciséis años y desde hacía tres era una espectadora obsesiva de los foros ocultos. Nunca se sintió parte del mundo "real": las clases le aburrían, los adultos le mentían y los sistemas siempre le parecieron injustos. Pero en la red, en ese inmenso no-lugar, encontró el poder de alterar cosas sin tocar nada. Allí, ella y su pequeño grupo de infectores empezaron por juegos: manipular los semáforos de su barrio para sincronizarlos con canciones de rap, hackear el panel informativo de su instituto para proyectar memes irónicos sobre la política local. Se sentían como demiurgos adolescentes.
Hasta que un día cruzaron la línea.
Entraron en la base de datos de la Administración Central. Era un reto colectivo: entrar, no robar. Solo dejar una marca. Un emoji en la página principal. Un guiño al absurdo.
Pero el sistema reaccionó. No como un policía, sino como un cuerpo herido. Lanzó alarmas silenciosas, activó defensas, rastreó huellas.
—¿Y si esto es solo un juego dentro de otro juego? —preguntó Kora, mirando los logs de IPs falsificadas que los protegían.
Uno de los suyos, alias Glyph, respondió:
—¿Y si estamos aprendiendo a dominar un lenguaje que aún no comprendemos?
Días después, un periodista escribió un artículo: “Niños que hackean el Estado: entre el asombro y el miedo”. Los llamaron prodigios. También los llamaron delincuentes.
Kora cerró su portátil y pensó: ¿De qué sirve conocer el lenguaje del poder, si no sabes qué decir con él?