En el planeta Arcadia, la humanidad ya no evolucionaba: se diseñaba.
Durante siglos, los Ingenieros de la Cumbre construyeron generaciones de humanos modificados para ser más altos, más rápidos, más inteligentes. Cada versión era mejor que la anterior. Les llamaban los Perfectos.
Habitaban la Torre, una megápolis vertical de vidrio puro y algoritmos autosuficientes, que se alzaba sobre el desierto del mundo antiguo, donde aún vivían los llamados Crudos, descendientes de humanos que rechazaron el perfeccionamiento genético. Eran lentos, erráticos, variables… adaptables.
Cuando el cielo cambió—nadie supo si fue una tormenta solar o el colapso de un satélite cuántico—, la Torre se volvió inútil. Sus sistemas colapsaron uno a uno: primero la red, luego los generadores de comida, luego la ventilación. Los Perfectos, incapaces de improvisar, comenzaron a morir de hambre y de asfixia, en silencio, sin comprender.
Abajo, en el suelo reseco, los Crudos observaron el fin de la civilización brillante con la misma calma con la que recogían raíces, reparaban a mano sus dispositivos viejos y memorizaban el cielo por si volvía a cambiar.
Cien años después, un niño preguntó a su abuela por la ruina en la cima de la colina. Ella dijo:
—Allí vivieron los que pensaban que ser perfectos los haría eternos.
—¿Y qué pasó?
—El mundo cambió. Y ellos no.