En la ciudad sumergida de Kaleidos, las calles no eran de piedra ni de asfalto, sino de espejos líquidos que cambiaban de forma y reflejo con cada pensamiento de sus habitantes.
Cada ciudadano llevaba consigo una lente de interpretación, un pequeño cristal que filtraba la luz del mundo según sus creencias, temores y esperanzas. Para algunos, las torres eran altas montañas doradas; para otros, eran cárceles sombrías. Un mismo parque podía ser un jardín de ensueño o un desierto devastado, dependiendo del ángulo con que lo miraras.
Una tarde, bajo una lluvia de cristales tibios, Lía, la única habitante sin lente, decidió caminar por Kaleidos tal como era, sin filtros ni velos. Sus ojos vieron algo distinto: la ciudad no era ni gloriosa ni ruinosa, ni alegre ni triste. Era una masa palpitante de posibilidades simultáneas, un corazón de espejos que latía según la mente que lo observara.
Conmovida, Lía quiso compartir su descubrimiento. Convocó a todos los habitantes a la Gran Plaza, les pidió que se quitaran las lentes. Pero cuando lo hicieron, algo inesperado ocurrió: sin sus interpretaciones, sin sus realidades particulares, Kaleidos empezó a desmoronarse, fragmentándose en millones de piezas irreconciliables.
Entendieron entonces que no existía una realidad única: el mundo mismo era un tapiz tejido por la suma de todas las interpretaciones. Al intentar ver la "verdad desnuda", habían destruido la única verdad que existía: la construida entre todos.
Desde entonces, se dice que en los ecos de Kaleidos, aún puede oírse la voz de Lía susurrando:
"No preguntes qué es real... pregunta cuántos sueños sostienen la realidad."