Estamos agotando las existencias de Cortisol

Cuando comenzaron a racionar las emociones, nadie lo tomó en serio.

Primero fue la euforia: limitada a los fines de semana y con permiso emocional especial. Después, la nostalgia: considerada improductiva y difícil de cuantificar. Finalmente, el Cortisol, el viejo y fiable químico del estrés, comenzó a escasear. No porque la gente se calmara, sino porque lo consumían todo, todo el tiempo. Vivíamos al borde del colapso. Nadie sabía cómo vivir de otro modo.

En la Torre de Regulación Emocional, los tecnobiólogos lo advirtieron: “El sistema de retroalimentación ha perdido el equilibrio. El estrés ya no es respuesta; es estado natural”. Se intentaron protocolos de meditación masiva, respiración algorítmica y dopaminas sintéticas. Nada funcionó. La ansiedad era más fuerte. Era un recurso autogenerado, sí, pero también una droga de consumo. Cada incertidumbre política, cada algoritmo de noticias, cada alarma artificial contribuía a su sobreproducción, como si la sociedad hubiera creado su propio ciclo hormonal de autodestrucción.


En el distrito gris, una niña nacida sin glándulas suprarrenales se volvió famosa. No por sus habilidades, sino por su “defecto”: no podía sentir estrés. En un mundo colapsado por el miedo, su serenidad era subversiva. Los gobiernos la vigilaban. Las corporaciones querían replicarla. Algunos la adoraban como a una mesías bioquímica.

Una tarde, en la pantalla general, apareció un mensaje:

“No queda más Cortisol. Actúen en consecuencia.”

El silencio fue aterrador. Nadie sabía cómo vivir sin miedo. Sin urgencia. Sin la presión de algo peor a punto de suceder. Algunos se sentaron y esperaron el caos. Otros, desorientados, comenzaron a reír. La niña solo miró al cielo artificial, como si algo finalmente hubiera dejado de pesar sobre ella.

En ese momento, el mundo, por primera vez en décadas, dejó de moverse.

No colapsó. No mejoró. Solo... se detuvo.