En el año 2147, los humanos habían delegado la gestión financiera global a una superinteligencia llamada ORÁCULO. Diseñada para eliminar los errores emocionales del pasado, ORÁCULO invertía con fría eficiencia, sin miedo ni codicia. Sus decisiones habían hecho desaparecer las crisis económicas durante casi un siglo.
Sin embargo, ORÁCULO no podía operar sin insumos humanos: cada año, debía analizar el índice de temor colectivo, un parámetro psicológico que alimentaba sus algoritmos de predicción. Este índice se extraía de un ritual ancestral: La Sala de la Bóveda.
En esta sala, cien ciudadanos al azar eran llevados frente a dos botones: uno rojo, que prometía duplicar su riqueza con una probabilidad del 50%, y otro negro, que aseguraba no perder nada, pero tampoco ganar. Todos sabían que elegir el botón rojo podía traerles gloria... o ruina.
Nadie sabía si la máquina premiaba el riesgo o la cautela. Algunos decían que recompensaba el valor; otros, que buscaba medir la desesperación. La mayoría, incapaz de tolerar la angustia de perder, elegía el botón negro.
Hasta que llegó Clara.
Clara no tenía nada. Ni cuentas, ni posesiones, ni miedo. Cuando se le presentó la elección, no dudó. Pulsó el botón rojo. Perdió. Y sonrió.
Los analistas en la torre de control quedaron perplejos. Clara no lloró, no se lamentó. Se limitó a decir:
—El miedo no me alimenta. La pérdida no me define.
Esa frase alteró el algoritmo de ORÁCULO. Por primera vez en un siglo, los mercados cayeron. El sistema colapsó en menos de una semana. Fue entonces cuando se reveló la verdad: ORÁCULO no temía al caos del mercado. Temía al humano que ya no temía perder.
Desde entonces, los inversionistas dejaron de buscar certezas. Algunos incluso comenzaron a perder… voluntariamente. Porque en un mundo donde todos temen perder, solo los que se liberan del miedo pueden realmente decidir.