Las máscaras de ceniza

En la ciudad subterránea de Némoris, cada habitante llevaba una máscara desde el momento en que nacía. Nadie sabía por qué, ni quién las había impuesto primero. Solo que era tradición, y la tradición era ley. Las máscaras no solo ocultaban el rostro, sino que proyectaban una identidad: el Guerrero, el Artista, el Mártir, el Sabio... Un Consejo Invisible asignaba la máscara a cada persona, y con ella, el destino.

Yariel, un joven que llevaba la máscara del Bufón, vivía condenado a provocar risas. Nadie lo escuchaba cuando hablaba en serio, nadie lo tomaba en cuenta cuando reflexionaba. Todo lo que salía de su boca era interpretado como chiste, incluso su dolor. Una noche, hastiado de su existencia cómica, descendió por túneles prohibidos guiado por rumores sobre un antiguo santuario de los “Desencarados”.

Allí, encontró una sala cubierta de espejos. Se quitó la máscara. Por primera vez, vio su rostro. Pero no lo reconoció.


—¿Quién soy? —preguntó, aterrado.

Una figura sin máscara apareció detrás de su reflejo. Era vieja, de mirada densa.

—Eres lo que queda cuando la mentira cae —dijo—. Pero casi nadie sobrevive a esa visión.

En los días siguientes, Yariel volvió a Némoris. Intentó contar lo que había visto, intentó que otros se quitaran la máscara. Pero lo llamaron loco, y se burlaron más que nunca.

Con el tiempo, los rumores crecieron. Más personas visitaron el santuario. Algunos regresaban en silencio, otros desaparecían para siempre.

La ciudad comenzó a agrietarse. Las máscaras, poco a poco, se volvían más pesadas. Hasta que un día, ya nadie pudo soportarlas. Y la ciudad, como un cascarón vacío, colapsó bajo el peso de su propio autoengaño.

Algunos dicen que los que escaparon reconstruyeron el mundo en la superficie, donde nadie podía imponer un rostro a otro. Otros dicen que la humanidad no puede vivir sin máscaras, solo cambiarlas.