Había una vez un jardín que no era como los demás. Rodeado por muros altos y espinosos, en su interior vivían niños que no conocían otro mundo. Cada flor que brotaba era arrancada antes de florecer, y cada pájaro que cantaba era silenciado por el eco del miedo.
Los cuidadores del jardín decían que afuera todo era peor. Les hablaban de monstruos que devoraban a los niños libres, de calles donde el frío entraba en los huesos y nadie extendía una mano. Pero dentro, los muros se estrechaban cada año, y el aire se volvía más denso, más triste, más hostil. No era el exterior lo que asustaba: era el interior, con sus silencios obligados y sus normas invisibles que estrangulaban el alma.
Un día, una niña llamada Lía encontró una grieta en el muro. No era grande, pero bastaba para mirar más allá. Allí vio árboles sin cerrojos y pájaros que volaban sin permiso. El miedo la detuvo muchas veces. Recordaba lo que decían los cuidadores: "Si sales, no volverás", "Afuera nadie te cuidará".
Pero el jardín ya no era jardín. Era una prisión disfrazada de hogar. Y en la noche más oscura, Lía escapó. No por valentía, sino porque el encierro se había vuelto más insoportable que cualquier peligro que pudiera encontrar afuera.
La buscaron. Lloraron su ausencia. Algunos la culparon, otros la comprendieron. Pero la verdad es que no se fue: fue expulsada por la falta de amor, por la violencia que nunca se reconoció como tal.
En el exterior, Lía tropezó, cayó, lloró. Pero también encontró miradas que no juzgaban y manos que ofrecían abrigo. Descubrió que la libertad no es ausencia de miedo, sino el derecho a decidir a pesar del miedo.
Y los muros del jardín, aunque seguían en pie, empezaron a resquebrajarse. Porque cada niño que huía dejaba una grieta, y cada grieta era una posibilidad de que, algún día, ese jardín volviera a florecer... sin cercos.