En una ciudad suspendida entre dos lunas y una multitud de espejos, vivía Elian, un jardinero ciego. Su jardín, aunque jamás lo había visto, era famoso por su belleza inigualable. Cada visitante decía ver algo diferente: algunos describían flores azules que cantaban, otros árboles de cristal que lloraban al amanecer, y algunos más afirmaban que no había jardín alguno, solo polvo.
Elian no sembraba semillas, sino pensamientos. Caminaba descalzo sobre la tierra y susurraba historias al suelo. A veces hablaba de su infancia, otras veces recitaba versos de amor. Y el jardín, de algún modo, respondía.
Un día llegó una científica llamada Vireya. Traía instrumentos de precisión, drones, cámaras térmicas. Midió, escaneó, analizó. Su conclusión fue devastadora: no había nada tangible en aquel terreno. “Tu jardín es una ilusión colectiva”, dijo. “La belleza está en sus mentes, no en tu tierra.”
Elian sonrió. “¿Y no es ahí donde siempre estuvo la belleza?”
La noticia se esparció y el flujo de visitantes se detuvo. Elian siguió hablando con la tierra, pero esta vez las flores no respondieron. Su jardín, sin ojos que lo soñaran, comenzó a marchitarse.
Pasaron años. Un niño que jamás había oído hablar del jardín tropezó con Elian mientras exploraba. “¿Qué haces?”, preguntó.
“Cultivo”, respondió Elian.
El niño, sin saberlo, comenzó a imaginar. Y el jardín volvió a florecer.