La partida de los invisibles

En la ciudad vertical de Konflux, cada nivel albergaba una clase de trabajadores. En los niveles bajos, los operarios fabricaban las piezas del progreso. En los niveles medios, los gestores organizaban la ilusión de la armonía. Y en la cúspide, los Ejecutivos vivían rodeados de cristales tintados que sólo dejaban pasar la luz dorada del éxito.

No había castigos ni cadenas. A cada empleado se le decía: "Eres libre de irte cuando quieras." Esa frase, repetida como un mantra por los altavoces de la Torre Central, era la piedra angular de Konflux: una ciudad moderna, transparente, donde la autonomía era celebrada… aunque pocos la ejercían.

Hasta que llegó un día extraño. En plena mañana, cuando el zumbido de los sistemas debía estar en su punto más alto, reinaba un silencio inquietante. Las estaciones de trabajo estaban vacías. Las pantallas mostraban mensajes de despedida, no de error, firmados con nombres y lágrimas digitales.

Los Ejecutivos se alarmaron. ¿Por qué huían los mejores? Revisaron cifras, beneficios, planes de incentivos. Todo parecía perfecto. Pero los mensajes no hablaban de dinero. Decían cosas como:

"Fui leal, pero invisible."
"Prometisteis un futuro que nunca llegó."
"Renuncio, no por lo que me disteis, sino por lo que nunca escuchasteis."

La paradoja se reveló: los trabajadores, empoderados para marcharse, no lo hacían por libertad, sino por desesperación. Su única forma de ser vistos era desaparecer. Al ejercer su autonomía, demostraban que nunca la tuvieron dentro del sistema.

Los Ejecutivos, por primera vez, miraron más allá del cristal tintado. Pero ya era tarde. La ciudad vertical empezó a temblar, desmoronándose desde el silencio.