Cuando Elías cumplió ochenta y cinco años, se propuso un propósito singular: quería encontrar la última pregunta que lo hiciera sentir verdaderamente vivo.
Vivía en un pueblo olvidado por el tiempo, donde los relojes eran precisos pero nadie los consultaba. Ahí, todos asumían que a cierta edad ya se sabía todo lo importante: cómo hervir agua, cómo no discutir con quien se ama, cómo aceptar la muerte. Pero Elías desconfiaba de esa quietud. La sentía como una trampa.
Cada mañana caminaba hasta la vieja biblioteca, donde hacía una pregunta distinta al bibliotecario: "¿Cómo piensan los árboles?", "¿Por qué sentimos nostalgia de lugares donde nunca hemos estado?", "¿Qué recuerda el agua?".
Las respuestas llegaban en forma de libros, algunos con páginas en blanco, otros escritos en idiomas que nadie más en el pueblo conocía. Leía durante horas, días, semanas, y entre más aprendía, más crecía la silueta de su ignorancia. Era como si cada nuevo fragmento de saber abriera diez puertas más hacia lo desconocido.
Un día, Elías dejó de preguntar. En cambio, llevó a la biblioteca una semilla. La plantó en el centro del salón, donde antes se encontraba el reloj de péndulo que había dejado de funcionar hacía décadas. Dijo:
—Esta es mi última pregunta: ¿qué florece cuando ya no necesitamos respuestas?
Con los años, la semilla creció en silencio. Su sombra cayó sobre los estantes y cubrió los lomos de los libros. Nadie se atrevió a cortarla. Los niños del pueblo jugaban bajo sus ramas y, a veces, encontraban hojas que tenían preguntas escritas en tinta invisible.
Dicen que Elías murió con los ojos abiertos. No por miedo, sino por curiosidad. Porque su último descubrimiento fue que la pregunta final no era una, sino todas.