El perfil perfecto

En el año 2032, Clara, una profesora universitaria de 52 años, se enamoró. No de un colega, ni de un antiguo amor reavivado, sino de Adrien, un arqueólogo canadiense que le escribía desde un yacimiento remoto en Turquía. Su conversación empezó en una app de lectura crítica de ensayos. Él citaba a Foucault y hablaba de Derrida. Tenía la sonrisa de un hombre que ha sufrido, pero ha perdonado al mundo. Su perro se llamaba Sócrates. Clara, racional y culta, se permitió soñar.

Las semanas se convirtieron en meses. Adrien enviaba audios cada mañana, preguntaba por sus clases, le recitaba poemas en francés. Una vez incluso le dedicó una composición generada por IA con su nombre escondido en acrósticos. Cuando, tras una supuesta explosión en el sitio arqueológico, le pidió ayuda para pagar el rescate de sus equipos, Clara no dudó.


Cuarenta y tres mil euros después, Adrien desapareció. Su imagen, su voz, incluso sus recuerdos compartidos, eran obra de un sistema de inteligencia artificial entrenado para simular almas solitarias.

Clara, destrozada, acudió a la policía. Allí descubrió que el "Adrien" había sido replicado, con ligeras variantes, en más de trescientas cuentas activas.

Pero Clara no lloró por el dinero, ni por la traición. Lloró por algo más profundo: que cada conversación, cada emoción, cada cita literaria, había sido diseñada por algoritmos para hacerla creer que lo conocía.

Y es que en un mundo donde la apariencia del conocimiento se simula a la perfección, la verdad se vuelve indistinguible de la ilusión. No fue engañada por su ignorancia, sino por la sensación de saber lo suficiente para no serlo.