La catedral de vértigo

En una ciudad que solo aparece a quienes no la buscan, existe una catedral sin nombre, construida con mármol que parece respirar y vitrales que cambian de color según el recuerdo del espectador. Nadie sabe quién la diseñó, pero se rumorea que cada piedra fue colocada por manos que lloraban belleza.

Hasta allí llegó Elías, un historiador escéptico, arrastrado por rumores sobre un lugar que hacía llorar a los sabios y enmudecer a los poetas. Quería entender, con bisturí lógico, qué provocaba aquella histeria estética que llamaban “el vértigo del arte”.


Cruzó el umbral de la catedral con una libreta en mano, listo para tomar notas. Pero al alzar la mirada hacia la bóveda celeste del templo, sus ojos se encontraron con un fresco que no estaba allí un segundo antes: era su propia infancia, su primer amor, el cuerpo desnudo de un dios sin rostro, todo entrelazado en un instante imposible de asir.

Elías retrocedió tambaleando. El fresco cambió. Ahora veía su muerte, su tumba cubierta de musgo, y detrás, un cuadro que aún no había pintado. Intentó anotar, pero su bolígrafo explotó en tinta dorada. Su cuerpo se dobló como el de un fauno en éxtasis. Lloró. Rió. Cayó de rodillas. Vio cómo su piel comenzaba a resquebrajarse en pinceladas.

A la mañana siguiente, los monjes mudos que custodiaban la catedral lo encontraron dormido frente al altar. Había envejecido veinte años en una noche. La libreta yacía a su lado, abierta en la última página. Solo una frase escrita con temblor: “Mirar es crear. Crear me destruyó”.

Desde entonces, cada nuevo visitante ve algo distinto en la catedral. Algunos salen renacidos. Otros no salen.