En lo profundo de un bosque antiguo, donde la luz apenas rozaba el suelo cubierto de siglos, vivía una comunidad de chimpancés que golpeaban las raíces de los árboles con una cadencia milenaria. No lo hacían por juego ni por simple instinto. Cada ritmo era una historia, una advertencia, una despedida, un poema sin palabras.
Uno de ellos, un anciano de ojos opacos pero mirada lúcida, se llamaba Kanu. Era el más sabio, o al menos el más callado. En sus largos silencios, escuchaba. Y cuando hablaba, lo hacía golpeando el tronco hueco de una ceiba como quien sopla vida en un instrumento sagrado.
Kanu sabía que los humanos creían haber inventado el lenguaje, la música y la razón. Pero Kanu también sabía que, cuando golpeaba el árbol con su ritmo peculiar —corto, corto, largo, pausa, largo, corto—, no estaba improvisando: estaba recordando.
Una noche, el sonido de tambores recorrió el bosque sin viento. Era una llamada. Los demás llegaron. Kanu comenzó a golpear, y los otros respondieron. Juntos crearon una sinfonía que ningún humano habría comprendido, pero que hablaba de la lluvia que vendría, del jaguar que rondaba, y de los ancestros que aún cuidaban el dosel desde las estrellas.
Un grupo de científicos, oculto entre arbustos, grababa atónito. Analizarían los sonidos, clasificarían los patrones, escribirían artículos con palabras como "bigramas", "mecanismos combinatorios", "firma rítmica individual". Nunca sabrían que, esa noche, habían escuchado algo más antiguo que el lenguaje humano.
En una dimensión que ni el tiempo ni el azar comprenden, un mono infinito golpea una tecla. Y en algún rincón del universo, escribe la palabra "hogar".