En la Ciudad de los Inocentes, donde el aire olía a desinfectante y los cielos eran del color del yeso, vivía la doctora Avelina Argos, médica de almas delicadas y cuerpos aún más frágiles. Dirigía el Pabellón Blanco, un hospital para niños con dolencias raras, todas ellas registradas meticulosamente en sus libretas de cuero.
Avelina tenía una mirada dulce, la voz precisa de una enfermera en los cuentos y la paciencia de quien ha aprendido a amar la fragilidad. Pero bajo su bata inmaculada, latía un corazón sediento de atención. Cada vez que uno de sus pequeños pacientes sanaba, un vacío insondable se abría en su pecho. Entonces, de forma apenas perceptible, otro niño ingresaba, con síntomas aún más confusos, aún más tristes.
Eran criaturas de nombres musicales: Lía, Milo, Gael. Siempre pálidos, siempre somnolientos, envueltos en diagnósticos interminables. Avelina los observaba con devoción, anotaba sus fiebres, sus falsos vómitos, sus llantos inducidos. Nadie entendía cómo ella detectaba enfermedades tan raras. Ella misma decía: “Veo más allá de la piel. Escucho los secretos del cuerpo”.
El hospital empezó a ganar premios. Médicos llegaban de otras ciudades a ver sus casos, cámaras filmaban su labor. Ella sonreía con humildad, mientras aumentaban las dosis, los goteros, las intervenciones. Y los niños, poco a poco, se volvían sombras.
Una noche, Milo —el más despierto de todos— se levantó de su cama con dificultad y llegó a la oficina donde Avelina dormía rodeada de historiales clínicos. Abrió un cajón y encontró frascos sin etiqueta, jeringas sin uso, diarios donde cada entrada era una historia fabricada.
Cuando intentó huir, Avelina lo detuvo. Lo tomó del brazo y, sin levantar la voz, dijo:
—Si te vas, ¿quién me verá?
En ese instante, Milo entendió que no era un paciente. Era un espejo. Y en los ojos de ella, se reflejaba el abismo de alguien que necesitaba enfermar a otros para no ver su propia herida.
Días después, una enfermera nueva —más joven, menos fascinada— empezó a notar patrones. Las cámaras que habían llegado para premiar, comenzaron a grabar sin guion. El pabellón se vació. Los niños fueron trasladados. Avelina desapareció.
Pero en la Ciudad de los Inocentes, aún hay quien dice que en cada hospital queda un eco: una doctora que observa tanto, que termina escribiendo la enfermedad con su mirada.