En la ciudad de Noll, donde cada pensamiento era registrado por ley, vivía Elías, un cartógrafo de mentes. Su tarea era trazar mapas de conciencia para el gobierno: líneas de pensamientos, emociones, planes y recuerdos, todo catalogado y almacenado.
Un día, mientras revisaba los datos de un sujeto dormido, notó un patrón extraño: un largo segmento en blanco. No era olvido, ni sueño, ni ensoñación. Era nada, una ausencia pura en medio de la conciencia. Alarmado, Elías ordenó vigilancia constante del sujeto: cámaras, sensores, escáneres cerebrales. Cada día, a las 10:43 am, el individuo entraba voluntariamente en ese vacío consciente.
Intrigado, Elías pidió autorización para replicar el experimento en sí mismo. Conectado a las máquinas, a la misma hora cerró los ojos y esperó.
Primero, llegaron los pensamientos de siempre: listas, miedos, ecos de la infancia. Luego, una voz que decía “obsérvate”. Elías obedeció. Y entonces ocurrió.
El tiempo no se detuvo, pero dejó de tener sentido. Estaba allí, sin estar. No dormía, no pensaba, no sentía. Era como si el universo se hubiera apagado, pero quedara solo una lámpara encendida, testigo mudo de su propia luz. Fue testigo de una nada que, al ser observada, se volvía algo.
Al despertar, los científicos celebraron: ¡el primer registro de una mente consciente sin contenido! Pero Elías lloraba. Porque había entendido el precio de observar el vacío: al hacerlo, se convierte en espejo. Y en ese espejo, Elías no se encontró.
Abandonó su puesto. Desde entonces camina por Noll en silencio, buscando una palabra que aún no existe, una que pueda nombrar la paradoja de estar despierto… y no ser nadie.