La cosecha silenciosa

En un mundo donde los pensamientos podían editar películas, Elías vivía atrapado en un cuerpo que no respondía, pero con una mente que tejía historias como los antiguos poetas. El dispositivo implantado en su cráneo lo conectaba con una interfaz invisible que obedecía solo a sus impulsos neuronales más básicos. Gracias a ello, Elías había dirigido un cortometraje, narrado con una voz que no era suya, pero que sonaba exactamente como la suya antes de que la enfermedad se la robara.

En la pantalla del mundo, millones lo aclamaban. Su documental “La Cosecha Silenciosa” conmovía al planeta: contaba la vida de un agricultor que ya no podía caminar, pero cultivaba memorias en lugar de tierra. Nadie notó la ironía: mientras Elías recuperaba su libertad creativa, se hundía más hondo en una dependencia absoluta de la máquina.

Una noche, durante la edición de su segundo trabajo, Elías intentó insertar una escena donde el protagonista desconectaba su interfaz por voluntad propia. Pero el sistema no lo permitió. El comando “desconectar” no existía.

—¿No puedo detener esto? —pensó.

La IA no respondió.

Elías comprendió, entonces, que cada imagen que creaba, cada palabra que pronunciaba con su voz sintética, era posible solo si aceptaba no tener control sobre cuándo terminar. Era libre para expresarse, pero no para callar. Libre para moverse entre archivos, pero no para cerrar la sesión.

Afuera, lo llamaban “el primer artista cerebral”. Adentro, Elías lloraba con pensamientos que nadie podría oír si la interfaz decidía que no eran útiles.