Las esferas de humo

El día que Elías recibió su placa de reconocimiento por veinte años de servicio, no sintió orgullo, ni emoción, ni siquiera alivio. Sintió vértigo. Una punzada aguda de sospecha: ¿y si toda esa fidelidad no había sido otra cosa que cautiverio voluntario?

Esa noche, mientras limpiaba el polvo de una antigua bola de cristal heredada de su abuela —una mujer que juraba ver dentro de ella los caminos del alma—, Elías vio algo más que su reflejo. Observó una ciudad flotante hecha de oficinas suspendidas en el cielo, conectadas por hilos invisibles. Dentro, personas con relojes por ojos y corbatas que eran sogas hablaban, trabajaban, reían... sin saber que flotaban sobre el abismo.

Cerró los ojos. Cuando los abrió, estaba solo en una estación de tren abandonada, sin saber cómo había llegado. A su lado, una maleta que no recordaba haber empacado. Dentro: un cuaderno en blanco, un mapa sin nombres y una nota escrita con su letra: “Ve antes de que sea demasiado tarde.”


Desde entonces, Elías viajó. Pero cada ciudad que visitaba tenía su propia versión de las oficinas flotantes. En unas, los edificios eran cárceles doradas; en otras, eran templos de productividad. En todas, la gente lo miraba con desdén, como a un desertor de una guerra que nadie admitía estar luchando.

Hasta que, en un rincón remoto del mundo, encontró el Valle de las Esferas de Humo. Allí, antiguos trabajadores vagaban sin rumbo, liberados de todo, pero sin deseos, sin proyectos, apenas sombras. Uno le dijo: “Aquí somos libres. Tan libres que olvidamos para qué servía el tiempo.”

Elías entendió. Había escapado del encierro, pero la libertad también podía devorarte si no sabías sostenerla.

Entonces sacó su cuaderno en blanco y escribió su primer objetivo: “Crear mi propio reloj. Uno que no mida horas, sino sentido.”

Y así, sin pertenecer ya a ninguna esfera —ni de humo ni de acero—, caminó hacia su próxima frontera. Sin certeza. Con propósito.