El último cerdo

En el año 2093, el mundo había cambiado. No por compasión, ni por ética, ni siquiera por razones ecológicas. Cambió porque ya no quedaban animales.

La historia comienza con un científico, el Dr. Elías Farner, que trabajaba para el Museo de lo Extinto. Un día, recibió una notificación: en un matadero abandonado, al sur del antiguo Brasil, había sido hallado un único cerdo vivo. Viejo, débil, con un oído arrancado y una mirada perdida, el cerdo fue trasladado al museo como si se tratase de una reliquia sagrada.


Los medios se volvieron locos. Protestas, vigilias, millones llorando ante las pantallas. Nadie recordaba el sabor exacto de la carne, pero todos parecían recordar lo que significaba el dolor de una criatura. Al cerdo lo llamaron Esperanza, y su rostro fue estampado en billetes, tatuajes, altares digitales.

Lo paradójico —y terrible— era que ninguno de esos humanos, ahora compasivos y arrepentidos, recordaba haber matado a ninguno de los otros setenta y cuatro mil millones. No recordaban elegir hamburguesas, ni cerrar los ojos ante las jaulas, ni aplaudir la eficiencia de los criaderos automáticos. No recordaban, simplemente, porque era uno más. Un cerdo más. Un número más.

Solo ahora, con uno solo ante ellos, lo veían. Porque una vida era trágica. Pero un millón... solo era estadística.

Cuando Esperanza murió de forma natural, lo enterraron con honores de estado. Y en su epitafio digital se leyó:

“Una muerte es dolorosa.
Mil millones son invisibles.”