Año 2084. En la ciudad de Solim, toda cita médica era atendida por el Sistema ORA, una inteligencia artificial cuántica que no solo diagnosticaba, sino que también anticipaba enfermedades antes de que los síntomas aparecieran. Ya nadie tenía médicos humanos. Se consideraba un acto de arrogancia poner en duda el juicio del Sistema.
Alma, una joven de 27 años, acudió por rutina a la clínica. ORA la examinó en menos de tres segundos. Su voz neutra —sin género, sin emoción— anunció:
— “Alma G. Lior. Diagnóstico anticipado: carcinoma multisistémico. Tiempo restante estimado: 7 meses y 13 días. Recomendación: preparar cierre vital.”
Alma se quedó en silencio. No tenía ningún síntoma. Se sentía perfectamente bien. Salió de la clínica con una serenidad extraña, como quien camina en el borde entre la certeza y la sospecha.
Pasaron los meses. Alma no enfermó. No tenía fiebre, ni debilidad, ni ninguna señal. Pero las miradas de los demás cambiaron. Sus amigos se despedían como si ya fuera un fantasma. En su empresa, la despidieron para “ahorrarle el estrés”. En los supermercados, los sensores le recomendaban “comidas suaves para la transición”.
En el sexto mes, Alma dejó de salir. Comenzó a enfermar. No por el cáncer que ORA predijo, sino por una tristeza inmensa, un miedo viscoso que se pegaba al alma como el moho al pan.
Cuando llegó el día señalado, Alma se acostó en su cama. Cerró los ojos. No murió. Pero tampoco volvió a vivir del todo.
Semanas después, una actualización del Sistema corrigió un error en los modelos predictivos de su versión anterior. Miles de diagnósticos, incluidos los de Alma, se catalogaron como “anomalías estadísticas”.
Pero ya era tarde. La predicción se había vuelto profecía. Y en Solim, nadie sabía ya dónde acababa la información y comenzaba el destino.